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Ferran Ramon Cortés
En los grupos, la discusión ayuda al crecimiento. Sin embargo, mal gestionada puede derivar en conflictos entre las personas. Porque es cierto: dos no se entienden si uno no quiere. Pero es bueno tener la iniciativa, y probarlo, porque la mayoría de nosotros si queremos entendernos con los demás.
Participé recientemente en una reunión estratégica de una importante organización. Fue una sesión larga, donde el consejero delegado expuso las líneas maestras de gestión de los próximos dos años, y presentó diversos proyectos. Éramos 14 personas en la sala. Estábamos convocados con el objetivo de dar nuestro parecer a las propuestas que se nos presentaban. Era la primera vez que intervenía en la asamblea, así que opté por la discreción. Pero es que nadie dijo nada: ni un comentario, ni una discrepancia, ni la más mínima objeción. Podría ser porque todos estuvieran de acuerdo, aunque no es lo que sus caras me transmitían. En el almuerzo posterior, comenté este hecho con una de los veteranos asistentes, y su respuesta fue elocuente: “Aquí para tener paz, nos regimos por el artículo 22: el jefe siempre tiene razón”.
En muchas organizaciones, grupos humanos y también en diversas relaciones, la discrepancia no sólo no es bienvenida, sino que es temida. Se vive como un factor de potencial desestabilización del grupo o de la relación, y se evita cada que se puede. Sin embargo, la discrepancia en un grupo de trabajo o en una relación no sólo no es peligrosa o dañina sino que es de gran ayuda y debería ser siempre deseable. Únicamente a través de ella las personas somos capaces de cuestionarnos las cosas, explorar otros caminos y buscar nuevas soluciones a viejos problemas. La discrepancia ayuda a los grupos a que crezcan intelectualmente y desarrollen su inteligencia colectiva, que poco tiene que ver con el coeficiente intelectual individual de sus miembros, y mucho tiene que ver con los intercambios comunicativos entre ellos.
Ni en el contexto de un grupo ni en el de ninguna relación deberíamos aspirar al acuerdo permanente, porque ello significaría renunciar automáticamente al crecimiento que nos aportan las diferentes maneras de afrontar una decisión o un problema.
Y si la discrepancia es positiva, ¿por qué tantas veces la tenemos o la evitamos? Probablemente ello se debe a que, en demasiadas ocasiones, lo que empezó como una legítima diferencia de opiniones acaba en una violenta discusión sin saber muy bien por qué. Lo que en realidad tememos no es la discrepancia, es el conflicto.
Caemos en la discusión no porque estemos en desacuerdo sobre algo, sino porque reaccionamos emocionalmente a lo que el otro ha dicho. La explicación al hecho de convertir una conversación en discusión la encontramos en el cómo decimos las cosas, más que en el qué decimos.
Podemos estar en desacuerdo sobre un tema, y discrepar abiertamente sobre él sin que entremos en conflicto, pero para que esto suceda hay una delgada línea roja que no debemos cruzar: el juicio personal. En el momento en que la otra persona se sienta juzgada, y por extensión atacada, el conflicto está servido.
Muchas veces traspasamos este límite de forma inconsciente, pero lo cruzamos. Imaginemos que alguien nos presenta una propuesta y no nos gusta. Es muy distinto decir algo como “la idea no me ha entusiasmado del todo”, a soltar que “se nota que no le echaste ganas”. En el primer caso hablo de mí y de la impresión que me ha causado la propuesta, mientras que en el segundo caso juzgo al otro, sin ni siquiera saber si mi juicio es cierto, con un riesgo de que se sienta atacado. Lo mismo ocurriría en el terreno personal de las relaciones: si alguien me levanta la voz será distinto decirle “la forma en que me hablas me ofende” que optar por un juicio como “eres un histérico”.
Ni en el contexto de un grupo ni en el de ninguna relación deberíamos aspirar al acuerdo permanente, porque ello significaría renunciar automáticamente al crecimiento que nos aportan las diferentes maneras de afrontar una decisión o un problema.
Esta afirmación es sin duda cierta, pero no por ello siempre deseable, porque aunque debemos rehuir el conflicto siempre que podamos, no debemos cesar, por evitarlo, de hablar y confrontar las cosas cuando tenemos discrepancias.
Hay organizaciones, y sobre todo relaciones, que huyen sistemáticamente de toda disensión, instalándose en una ficticia Pax Romana que crea una ilusión de permanente bienestar. Pero las organizaciones que optan por este camino se estancan y acaban muriendo de inanición. En primero lugar, porque desistiendo de contrastar opiniones e ideas se renuncia también el crecimiento. Y en segundo lugar, porque esta Pax Romana no es natural, y la organización se acaba asentando en una asfixiante hipocresía que es claramente desmotivante.
El debate de ideas es el motor del crecimiento personal y organizativo. Renunciar a él para evadir los conflictos es firmar la sentencia de muerte de la empresa o la relación. Como afirmó el moralista francés Joseph Joubert: “Es mejor debatir una cuestión sin resolverla, que resolver una cuestión sin debatirla”.
Adicionalmente hay que tener en cuenta que la ficticia Pax Romana, cuando se rompe, lo hace de forma agresiva y descontrolada, pues salen a la luz sentimiento escondidos y reprimidos durante tiempo. Hay un efecto péndulo, y pasamos en un instante de la paz a la guerra sin un punto intermedio.
La clave está en el impacto emocional de nuestras palabras, no e su contenido. No es el desacuerdo lo que nos hace discutir: es el sentirnos ofendidos.
“Es mejor debatir una cuestión sin llegar a resolverla, que resolver una cuestión sin debatirla”.
El conflicto en una discusión proviene siempre de una reacción emocional. Así pues, si hemos caído en él y queremos solucionarlo, debemos resolver las emociones.
En lugar de enzarzarnos en interminables defensas de nuestros argumentos, busquemos qué nos ha separado en el terreno emocional e intentemos superarlo. Lo podremos hacer si somos capaces de expresar estas emociones. No es un diálogo fácil. Requiere que se lleve a término en serenidad, no en pleno fragor de la batalla. Muchas veces necesita también una preparación previa: avisar al otro que queremos tener este tipo de conversación, para que venga emocionalmente preparado y no ponga por delante todos sus mecanismos de defensa.
Y hemos de saber que no siempre lo podemos lograr. Dos no se entienden si uno no quiere. Pero es bueno tener la iniciativa y probarlo, porque la mayoría de nosotros si queremos entendernos con los demás.
Ferran Ramon Cortés
En los grupos, la discusión ayuda al crecimiento. Sin embargo, mal gestionada puede derivar en conflictos entre las personas. Porque es cierto: dos no se entienden si uno no quiere. Pero es bueno tener la iniciativa, y probarlo, porque la mayoría de nosotros si queremos entendernos con los demás.
Participé recientemente en una reunión estratégica de una importante organización. Fue una sesión larga, donde el consejero delegado expuso las líneas maestras de gestión de los próximos dos años, y presentó diversos proyectos. Éramos 14 personas en la sala. Estábamos convocados con el objetivo de dar nuestro parecer a las propuestas que se nos presentaban. Era la primera vez que intervenía en la asamblea, así que opté por la discreción. Pero es que nadie dijo nada: ni un comentario, ni una discrepancia, ni la más mínima objeción. Podría ser porque todos estuvieran de acuerdo, aunque no es lo que sus caras me transmitían. En el almuerzo posterior, comenté este hecho con una de los veteranos asistentes, y su respuesta fue elocuente: “Aquí para tener paz, nos regimos por el artículo 22: el jefe siempre tiene razón”.
El valor de la discrepancia
Si en una reunión están
los diez de acuerdo en todo,
probablemente sobran nueve.
James Hunter.
los diez de acuerdo en todo,
probablemente sobran nueve.
James Hunter.
En muchas organizaciones, grupos humanos y también en diversas relaciones, la discrepancia no sólo no es bienvenida, sino que es temida. Se vive como un factor de potencial desestabilización del grupo o de la relación, y se evita cada que se puede. Sin embargo, la discrepancia en un grupo de trabajo o en una relación no sólo no es peligrosa o dañina sino que es de gran ayuda y debería ser siempre deseable. Únicamente a través de ella las personas somos capaces de cuestionarnos las cosas, explorar otros caminos y buscar nuevas soluciones a viejos problemas. La discrepancia ayuda a los grupos a que crezcan intelectualmente y desarrollen su inteligencia colectiva, que poco tiene que ver con el coeficiente intelectual individual de sus miembros, y mucho tiene que ver con los intercambios comunicativos entre ellos.
Ni en el contexto de un grupo ni en el de ninguna relación deberíamos aspirar al acuerdo permanente, porque ello significaría renunciar automáticamente al crecimiento que nos aportan las diferentes maneras de afrontar una decisión o un problema.
Y si la discrepancia es positiva, ¿por qué tantas veces la tenemos o la evitamos? Probablemente ello se debe a que, en demasiadas ocasiones, lo que empezó como una legítima diferencia de opiniones acaba en una violenta discusión sin saber muy bien por qué. Lo que en realidad tememos no es la discrepancia, es el conflicto.
Discrepancias que derivan en discusiones
En toda discusión no es una tesis lo
que se defiende, sino a uno mismo.
Paul Valéry.
que se defiende, sino a uno mismo.
Paul Valéry.
Caemos en la discusión no porque estemos en desacuerdo sobre algo, sino porque reaccionamos emocionalmente a lo que el otro ha dicho. La explicación al hecho de convertir una conversación en discusión la encontramos en el cómo decimos las cosas, más que en el qué decimos.
Podemos estar en desacuerdo sobre un tema, y discrepar abiertamente sobre él sin que entremos en conflicto, pero para que esto suceda hay una delgada línea roja que no debemos cruzar: el juicio personal. En el momento en que la otra persona se sienta juzgada, y por extensión atacada, el conflicto está servido.
Muchas veces traspasamos este límite de forma inconsciente, pero lo cruzamos. Imaginemos que alguien nos presenta una propuesta y no nos gusta. Es muy distinto decir algo como “la idea no me ha entusiasmado del todo”, a soltar que “se nota que no le echaste ganas”. En el primer caso hablo de mí y de la impresión que me ha causado la propuesta, mientras que en el segundo caso juzgo al otro, sin ni siquiera saber si mi juicio es cierto, con un riesgo de que se sienta atacado. Lo mismo ocurriría en el terreno personal de las relaciones: si alguien me levanta la voz será distinto decirle “la forma en que me hablas me ofende” que optar por un juicio como “eres un histérico”.
Ni en el contexto de un grupo ni en el de ninguna relación deberíamos aspirar al acuerdo permanente, porque ello significaría renunciar automáticamente al crecimiento que nos aportan las diferentes maneras de afrontar una decisión o un problema.
Buscando la Pax Romana
La única forma de salir ganando
de una discusión es evitándola.
Dale Carnegie
de una discusión es evitándola.
Dale Carnegie
Esta afirmación es sin duda cierta, pero no por ello siempre deseable, porque aunque debemos rehuir el conflicto siempre que podamos, no debemos cesar, por evitarlo, de hablar y confrontar las cosas cuando tenemos discrepancias.
Hay organizaciones, y sobre todo relaciones, que huyen sistemáticamente de toda disensión, instalándose en una ficticia Pax Romana que crea una ilusión de permanente bienestar. Pero las organizaciones que optan por este camino se estancan y acaban muriendo de inanición. En primero lugar, porque desistiendo de contrastar opiniones e ideas se renuncia también el crecimiento. Y en segundo lugar, porque esta Pax Romana no es natural, y la organización se acaba asentando en una asfixiante hipocresía que es claramente desmotivante.
El debate de ideas es el motor del crecimiento personal y organizativo. Renunciar a él para evadir los conflictos es firmar la sentencia de muerte de la empresa o la relación. Como afirmó el moralista francés Joseph Joubert: “Es mejor debatir una cuestión sin resolverla, que resolver una cuestión sin debatirla”.
Adicionalmente hay que tener en cuenta que la ficticia Pax Romana, cuando se rompe, lo hace de forma agresiva y descontrolada, pues salen a la luz sentimiento escondidos y reprimidos durante tiempo. Hay un efecto péndulo, y pasamos en un instante de la paz a la guerra sin un punto intermedio.
La clave está en el impacto emocional de nuestras palabras, no e su contenido. No es el desacuerdo lo que nos hace discutir: es el sentirnos ofendidos.
“Es mejor debatir una cuestión sin llegar a resolverla, que resolver una cuestión sin debatirla”.
Volver a retomar el camino
No porque hayas hecho enmudecer
a una persona la has convencido.
Joseph Morley.
a una persona la has convencido.
Joseph Morley.
El conflicto en una discusión proviene siempre de una reacción emocional. Así pues, si hemos caído en él y queremos solucionarlo, debemos resolver las emociones.
En lugar de enzarzarnos en interminables defensas de nuestros argumentos, busquemos qué nos ha separado en el terreno emocional e intentemos superarlo. Lo podremos hacer si somos capaces de expresar estas emociones. No es un diálogo fácil. Requiere que se lleve a término en serenidad, no en pleno fragor de la batalla. Muchas veces necesita también una preparación previa: avisar al otro que queremos tener este tipo de conversación, para que venga emocionalmente preparado y no ponga por delante todos sus mecanismos de defensa.
Y hemos de saber que no siempre lo podemos lograr. Dos no se entienden si uno no quiere. Pero es bueno tener la iniciativa y probarlo, porque la mayoría de nosotros si queremos entendernos con los demás.
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